jueves, 22 de noviembre de 2012

LA CEGUERA DEL PODER


El poder enceguece y cuanto más perdura su goce, más obcecado es el actuar de quien lo posee. Tener la posibilidad de imponer sus proyectos y pensamientos, así como la capacidad de determinar la orientación final de las decisiones, aun en contra de la voluntad de quienes no les queda una opción diferente a la de cumplir, es una de las más relevantes expresiones del poder.

El acatamiento surge por muy diversas razones, entre las cuales se encuentra la simple relación de liderazgo, ejercida por alguien a quien se le atribuyen cualidades excepcionales; por la práctica de la autoridad formal, asignada por el desempeño de un cargo con pocos límites o contrapesos; por las expectativas de obtener recompensas futuras, con su actitud sumisa de hoy; por el temor a perder determinadas prebendas; por el intercambio generado en los vínculos de clientela; o por la facultad de “doblar brazos” y de “torcer voluntades”, por parte de quien o quienes ejercen la dominación.

La reiterada imposición de sus propósitos, con independencia de la valoración efectuada sobre ellos, así como la extensión de las redes por las cuales se explaya su autoridad, conduce a la desatención o la pérdida de algunos principios básicos en la convivencia política democrática. Entre estos se encuentra la sujeción a las normas jurídicas, sin interpretaciones acomodaticias de ellas; el respeto a las atribuciones de las diferentes instancias institucionales; el equilibrio entre los distintos poderes del Estado; el respeto a la pluralidad política, condición en la cual se sustenta el diálogo y la negociación, ineludibles en un contexto de vida democrática.

La prolongada permanencia en el poder genera el nocivo sentimiento según el cual “todo lo puedo”, sin importar los procedimientos o los límites establecidos por la sociedad. Se hace suya la frase, “es mejor pedir perdón, a pedir permiso”. Acostumbrarse a la posibilidad de imponer la voluntad, sobre todo cuando la oposición a esas pretensiones es débil o fragmentada, conduce de manera casi inevitable a generar tan solo una tenue distinción entre el manejo del poder en el marco democrático, la arbitrariedad y el autoritarismo. Desatender o desdeñar el malestar o la protesta ciudadana, surgida como resultado del disgusto con las actuaciones consideradas improcedentes, forma parte de esta ilegítima actuación.

Cuando brotan situaciones como esta, resurge con fuerza la regla democrática, no escrita, de la alternancia política, entendida como el necesario relevo en los grupos o sectores cuyo control casi ilimitado del poder, les conduce a un inconveniente manejo de la autoridad. El cambio periódico en la conducción de instituciones esenciales en el funcionamiento del sistema político, tales como el parlamento y el poder ejecutivo, puede convertirse en un mecanismo apropiado para evitar el perjudicial continuismo, la antidemocrática perpetuidad en el poder y el inadmisible deslumbramiento, sufrido por quienes hacen del abuso una práctica cotidiana.

jueves, 8 de noviembre de 2012

¿A QUIÉN BENEFICIA LA GUERRA SUCIA?


Los procesos electorales constituyen un aspecto medular en el funcionamiento de los sistemas democráticos. Con el tiempo, los torneos eleccionarios se perfeccionan y aparecen asesores profesionales, especializados en diferentes campos de este acontecer político y con diversas propuestas estratégicas sobre cómo enfrentar las competiciones por el acceso al poder formal. En el arsenal estratégico empleado en los disímiles contextos en donde se llevan a cabo las justas, sobresale una herramienta muy particular: la denominada “guerra sucia”. Consiste esta en el uso de todos los medios al alcance, con el propósito de hacer resaltar los defectos, debilidades o conductas consideradas reprochables por parte del rival, hasta lograr desprestigiar o degradar su figura y tratar de conducirlo a la derrota electoral.

Estos estrategas no se andan con contemplaciones y están dispuestos a emplear cualquier recurso disponible, hasta conseguir sus fines. En este caso cobra total vigencia el precepto, según el cual, “el fin justifica los medios”. Emplear los recursos tecnológicos para recopilar toda la información posible sobre el contrincante, dar seguimiento a la trayectoria pública y privada, buscando dar con las tachas, y acumular los elementos susceptibles de alimentar los rumores o de traducirse en información para su divulgación por los medios de comunicación o las redes sociales, son acciones con las cuales se entreteje la trama de esta batalla subterránea.

En el desarrollo de la “guerra sucia”,  la utilización de los medios de comunicación es una medida muy destacada. Para los promotores de estas acciones, convertir los datos obtenidos de manera paulatina en información confiable y en capacidad de alimentar la oferta mediática, constituye un mecanismo básico para dar sentido a la inversión de recursos intensamente efectuada. Los efectos positivos en el rating, producidos por las denuncias o los escándalos políticos, en una situación en la cual los medios aparecen como paladines en la lucha contra la corrupción, así como la ocasional comunidad de intereses existente con los ocultos causantes de los escándalos, los colocan en la posición de aliados preferentes para la obtención de los resultados esperados con la aplicación de la táctica diseñada. Por esta vía se trata de aprovechar  la labor esencial y permanente de control, denuncia, crítica e información, cumplida por los medios de comunicación en la vida democrática de estas sociedades, para el logro de los fines perseguidos con la aplicación de su estrategia.

Pero, ¿quién gana en una batalla con esas características? Resulta harto difícil encontrar un claro vencedor. Pero sí es posible distinguir a los grandes perdedores: políticos, partidos, gobernantes  y, en general, el sistema político. Cada escándalo brotado, cada rumor propalado o cada imputación generada, de forma justa o injusta, abonan al creciente descrédito sufrido por los políticos y a la pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones, las agrupaciones y sus líderes. Quienes se declaran ganadores, en una elección llevada a cabo en esas condiciones, deja tras de si  una estela de desprestigio, con la cual no solo se perjudican sus oponentes, sino el conjunto de la denominada como la “clase política”, incluyendo al supuesto ganador. Las consecuencias de un proceso de esta naturaleza, se perciben con claridad en la ausencia del respaldo político requerido para el ejercicio del poder. El escándalo político suma, en forma intensa, a la con frecuencia llamada “ingobernabilidad democrática”. Es, como dice la expresión popular, “cuchillo para su propio pescuezo”.