El poder enceguece y cuanto más perdura su goce, más
obcecado es el actuar de quien lo posee. Tener la posibilidad de imponer sus
proyectos y pensamientos, así como la capacidad de determinar la orientación
final de las decisiones, aun en contra de la voluntad de quienes no les queda una
opción diferente a la de cumplir, es una de las más relevantes expresiones del
poder.
El acatamiento surge por muy diversas razones, entre
las cuales se encuentra la simple relación de liderazgo, ejercida por alguien a
quien se le atribuyen cualidades excepcionales; por la práctica de la autoridad
formal, asignada por el desempeño de un cargo con pocos límites o contrapesos; por
las expectativas de obtener recompensas futuras, con su actitud sumisa de hoy;
por el temor a perder determinadas prebendas; por el intercambio generado en
los vínculos de clientela; o por la facultad de “doblar brazos” y de “torcer
voluntades”, por parte de quien o quienes ejercen la dominación.
La reiterada imposición de sus propósitos, con
independencia de la valoración efectuada sobre ellos, así como la extensión de
las redes por las cuales se explaya su autoridad, conduce a la desatención o la
pérdida de algunos principios básicos en la convivencia política democrática. Entre
estos se encuentra la sujeción a las normas jurídicas, sin interpretaciones
acomodaticias de ellas; el respeto a las atribuciones de las diferentes
instancias institucionales; el equilibrio entre los distintos poderes del Estado;
el respeto a la pluralidad política, condición en la cual se sustenta el
diálogo y la negociación, ineludibles en un contexto de vida democrática.
La prolongada permanencia en el poder genera el nocivo
sentimiento según el cual “todo lo puedo”, sin importar los procedimientos o
los límites establecidos por la sociedad. Se hace suya la frase, “es mejor
pedir perdón, a pedir permiso”. Acostumbrarse a la posibilidad de imponer la
voluntad, sobre todo cuando la oposición a esas pretensiones es débil o
fragmentada, conduce de manera casi inevitable a generar tan solo una tenue
distinción entre el manejo del poder en el marco democrático, la arbitrariedad
y el autoritarismo. Desatender o desdeñar el malestar o la protesta ciudadana,
surgida como resultado del disgusto con las actuaciones consideradas
improcedentes, forma parte de esta ilegítima actuación.
Cuando brotan situaciones como esta, resurge con
fuerza la regla democrática, no escrita, de la alternancia política, entendida
como el necesario relevo en los grupos o sectores cuyo control casi ilimitado
del poder, les conduce a un inconveniente manejo de la autoridad. El cambio
periódico en la conducción de instituciones esenciales en el funcionamiento del
sistema político, tales como el parlamento y el poder ejecutivo, puede
convertirse en un mecanismo apropiado para evitar el perjudicial continuismo, la
antidemocrática perpetuidad en el poder y el inadmisible deslumbramiento,
sufrido por quienes hacen del abuso una práctica cotidiana.