El próximo 2 de octubre se
llevará a cabo la convocatoria a las elecciones de 2014, por parte del Tribunal
Supremo de Elecciones (TSE). La antigua
democracia costarricense, se apresta una vez más a cumplir con el ritual de seleccionar
a sus autoridades políticas, en esta oportunidad con una modificación
sustancial provocada por la reforma mediante la cual se separa la elección
presidencial y legislativa de la correspondiente a los mandos de los gobiernos
locales.
En este momento, de indiscutible
relevancia en la vida política de la nación, se convoca a la ciudadanía a
expresar su preferencia ante un amplio menú de opciones ideológicas y
programáticas, así como de aspirantes con una participación en clara respuesta
a sus intereses puramente individuales, compuesto por cerca de una docena de postulantes
a ocupar la silla presidencial y una generosa cantidad de pretendientes a las
curules legislativas, cuyas detalladas hojas de vida serán dadas a conocer, con
suficiente antelación a la ocasión en la cual se emite el voto, por el TSE.
El acentuado fraccionamiento, de
manera paulatina instaurado en el sistema político costarricense, como
resultado, entre otras cosas, del sentimiento de ausencia de representación en las
tradicionales maquinarias electorales, así como de la posibilidad de aspirar,
en forma simultánea, al cargo presidencial y de encabezar la lista de los candidatos
a las diputaciones, genera una multiplicación de opciones partidarias con
diversas oportunidades de alcanzar un triunfo electoral o de conseguir la
posición anhelada en el congreso nacional.
Por la dispersión partidaria, aunque
se produzca algún nivel de concentración de los votos en cualesquiera de las
alternativas con mayor capacidad organizativa y de movilización de los
electores, así como de acceso a mayores recursos para estos fines y la
divulgación de sus imágenes y propuestas, será muy difícil se produzca el
regreso al, por varios añorado, sistema bipartidista. No sería descabellado
vislumbrar un parlamento integrado por tres fracciones con un número mayor de
diputados, sin alcanzar la simple mayoría, unidas a otras fracciones con unos
cuantos legisladores, indispensables para sumar los votos necesarios con la
intención de aprobar las iniciativas originadas en la propia Asamblea
Legislativa o en el Poder Ejecutivo.
Con independencia de esta
situación, así como teniendo presente la imposibilidad de avizorar a estas
alturas una posible tendencia en el comportamiento de los electores, no cabe
duda sobre la urgente necesidad vivida por
el país en el sentido de alcanzar un acuerdo entre las fuerzas políticas, sin
exclusiones de ninguna naturaleza, para establecer una agenda nacional y tratar
de resolver los principales desafíos, desdeñados
por diversas circunstancias, entre ellas la ausencia de viabilidad política
para su concreción.
El creciente malestar ciudadano
y cierto desencanto con la política, o con los políticos y los partidos, se ven
reforzados por la ausencia de respuestas ante sus demandas y preocupaciones.
Las protestas y manifestaciones, ocurridas un día sí y otro también, parecieran
encontrar en una suerte de divorcio entre las inquietudes de la ciudadanía y el
funcionamiento del sistema político el origen de su proliferación. La pérdida
de confianza en algunas de las instituciones esenciales en la democracia
costarricense y su ineludible recuperación, pasan por la negociación política y
el diálogo social.
Colocar la construcción de la
agenda en un lugar prioritario y alcanzar los consensos requeridos para retomar
el rumbo y poner el bienestar de la población y la búsqueda de la inclusión social
como el norte del desenvolvimiento de la sociedad, exigen de un acuerdo
democrático. Un compromiso de esta naturaleza, contraído por todas las fuerzas
políticas con antelación a la culminación del torneo electoral, con
independencia de la tónica que se quiera imprimir al proceso eleccionario por parte
de cada una de ellas, puede ser una manera de atender a las críticas de la
ciudadanía y una forma de propiciar su acercamiento a las urnas electorales.
¡Nuestra secular democracia vale
la pena y su revitalización debe ser colocada en el centro de las
preocupaciones de las agrupaciones políticas, los diversos actores económicos y
sociales, el Estado y la ciudadanía!