Contando apenas con cinco años de edad
inicié mis estudios primarios en la Escuela República de Colombia, ubicada en
el centro del cantón de Naranjo. Los lunes de cada semana, empezábamos las actividades
con un acto cívico en el que se entonaban las notas del himno nacional de
nuestro país y, enseguida, cantábamos, “¡Oh gloria inmarcesible! ¡Oh júbilo
inmortal! ¡En surcos de dolores el bien germina ya!...”; las estrofas del himno
colombiano resonaban en el patio central de la escuela vocalizado por los
numerosos niños que formábamos parte de aquel querido centro educativo. Ese
hecho y las estrechas relaciones existentes en esa época entre la Embajada de
Colombia en Costa Rica y la escuela, marco de relaciones en el que se organizaban
distinto tipo de acciones, ineludiblemente generaba identidades, las cuales,
por la corta edad de los participantes en ellas, tienden a perdurar.
En los años 80, siendo extensionista en
la Escuela de Planificación y Promoción Social de la UNA, desarrollamos una
aplicación del Laboratorio de Capacitación en Organización (elaborado por
Clodomir Santos de Morais), con el que apoyamos la formación de empresas
asociativas de producción en Costa Rica y en varios países de América Latina,
con el patrocinio del IICA. Esto me llevó hasta la costa colombiana, a promover
una experiencia en la comunidad afro descendiente de Aguas Negras, en el
municipio de San Onofre, relativamente cercano a Sincelejo, capital del Departamento de Sucre. En ella participaron
funcionarios del SENA y del antiguo INCORA, así como numerosas familias
campesinas, con quienes se proponía integrar una empresa asociativa. Una hamaca
colocada en una de las humildes casas de techo de paja me sirvió de dormitorio
en las dos semanas durante las cuales se extendió la experiencia. Fue este un
tiempo extraordinario para compartir y palpar en aquel bello y humilde poblado
costero, las tensiones y crispaciones de un conflicto extendido en forma
preponderante por estos sitios del medio rural colombiano.
En años más recientes, la participación
desde FLACSO Costa Rica en una red de instituciones de educación superior, en
el marco del proyecto SERIDAR (Sociedad Rural, Economía y Recursos Naturales),
fue una buena oportunidad para compartir con colegas de la Universidad Nacional
de Colombia (UNAL), vinculados con diversos territorios rurales del país y con
una clara visión sobre lo ocurrido en ellos, como consecuencia del conflicto en
que se hayan envueltos.
Por estas razones, entre otras, y por
la perenne cercanía afectiva, con el tiempo miraba embargado de desazón el
prolongado conflicto cuyos antecedentes algunos los ubican en la época de “La
Violencia”, enfrentamiento cargado de furia ocurrido durante la primera mitad
del siglo XX, entre los partidos Liberal y Conservador. La pugna actual, sin
dejar de lado ese antecedente, se origina al calor del conjunto de movimientos
políticos que, en la Latinoamérica de los años 60 y 70, adoptan el camino de la
lucha armada para tratar de introducir cambios estructurales en las excluyentes
sociedades prevalecientes en esa época en la región. ¡Mucho de eso vivimos en
Centroamérica, en donde en plena guerra fría ardieron las hogueras y se alcanzaron
altos grados de violencia!
Ningún conflicto de esta naturaleza puede
comprenderse fuera del entorno histórico, económico, social, político y
cultural de la sociedad en donde ocurre. Por eso resultan absurdas las
generalizaciones y las referencias simplistas al conflicto armado colombiano, caracterizado
por una mayúscula complejidad y el involucramiento de muy diversos actores,
situación que obliga a ser cautos con las miradas externas hacia una realidad
exhaustivamente analizada por los propios colombianos. La presencia del
narcotráfico, las diferentes tendencias dentro de los grupos guerrilleros de
izquierda, los grupos paramilitares de derecha y de extrema derecha, los
partidos políticos y las variantes políticas públicas asumidos por el Estado
ante el conflicto, le dan una tonalidad confusa y difícil de desentrañar para
los ojos propios y sobre todo para los ajenos.
Lo cierto es que según el primer
registro oficial de víctimas de la guerra en los últimos 30 años, preparado por
el gobierno colombiano por medio de la Unidad de Atención y Reparación Integral
a las Víctimas del Conflicto Armado, el número de víctimas causadas por este
conflicto asciende a la pavorosa cifra de 6,8 millones de personas. De
estas, el 86 por ciento son desplazados
y el 14 por ciento víctimas de amenazas, homicidio y desaparición forzada. En menor
proporción, según la información proporcionada en el registro, aparecen las víctimas
de secuestro, violencia sexual, despojo y abandono de bienes, lesiones,
tortura, reclutamiento forzado de niños y niñas y atentados (Entrevista a Paula
Gaviria, El Tiempo, 28 de diciembre de 2014). Por otra parte, en el informe
presentado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en 2013, se
apunta que el número de muertes causadas por el conflicto entre 1958 y 2012
llega a 220.000 (El País, España, Miércoles, Julio 24, 2013).
La noticia sobre los significativos
avances alcanzados en las negaciones para lograr la firma de la paz en Colombia,
nos llena de júbilo y hace surgir la esperanza de que este prolongado conflicto
encuentre su final. La voluntad política y los liderazgos dispuestos a
encontrar los mecanismos viables para alcanzar un acuerdo y una paz duradera,
han logrado enfrentar los obstáculos interpuestos por quienes en forma
insensata consideran que es la guerra el camino para alcanzar la conclusión de
la confrontación y lograr la anhelada paz o de quienes interponen, en forma
obstinada, sus intereses al logro del fin de las hostilidades. ¡La hora de la
paz está cerca de llegar a Colombia, con el beneplácito de quienes valoramos y
miramos con respeto a esa gran nación!
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