Los procesos electorales
constituyen un aspecto medular en el funcionamiento de los sistemas
democráticos. Con el tiempo, los torneos eleccionarios se perfeccionan y
aparecen asesores profesionales, especializados en diferentes campos de este
acontecer político y con diversas propuestas estratégicas sobre cómo enfrentar las
competiciones por el acceso al poder formal. En el arsenal estratégico empleado
en los disímiles contextos en donde se llevan a cabo las justas, sobresale una
herramienta muy particular: la denominada “guerra sucia”. Consiste esta en el
uso de todos los medios al alcance, con el propósito de hacer resaltar los
defectos, debilidades o conductas consideradas reprochables por parte del
rival, hasta lograr desprestigiar o degradar su figura y tratar de conducirlo a
la derrota electoral.
Estos estrategas no se andan con
contemplaciones y están dispuestos a emplear cualquier recurso disponible,
hasta conseguir sus fines. En este caso cobra total vigencia el precepto, según
el cual, “el fin justifica los medios”. Emplear los recursos tecnológicos para
recopilar toda la información posible sobre el contrincante, dar seguimiento a
la trayectoria pública y privada, buscando dar con las tachas, y acumular los elementos
susceptibles de alimentar los rumores o de traducirse en información para su
divulgación por los medios de comunicación o las redes sociales, son acciones
con las cuales se entreteje la trama de esta batalla subterránea.
En el desarrollo de la “guerra
sucia”, la utilización de los medios de
comunicación es una medida muy destacada. Para los promotores de estas
acciones, convertir los datos obtenidos de manera paulatina en información confiable
y en capacidad de alimentar la oferta mediática, constituye un mecanismo básico
para dar sentido a la inversión de recursos intensamente efectuada. Los efectos
positivos en el rating, producidos
por las denuncias o los escándalos políticos, en una situación en la cual los
medios aparecen como paladines en la lucha contra la corrupción, así como la
ocasional comunidad de intereses existente con los ocultos causantes de los escándalos,
los colocan en la posición de aliados preferentes para la obtención de los
resultados esperados con la aplicación de la táctica diseñada. Por esta vía se
trata de aprovechar la labor esencial y
permanente de control, denuncia, crítica e información, cumplida por los medios
de comunicación en la vida democrática de estas sociedades, para el logro de
los fines perseguidos con la aplicación de su estrategia.
Pero, ¿quién gana en una batalla
con esas características? Resulta harto difícil encontrar un claro vencedor. Pero
sí es posible distinguir a los grandes perdedores: políticos, partidos,
gobernantes y, en general, el sistema
político. Cada escándalo brotado, cada rumor propalado o cada imputación
generada, de forma justa o injusta, abonan al creciente descrédito sufrido por
los políticos y a la pérdida de confianza de la ciudadanía en las
instituciones, las agrupaciones y sus líderes. Quienes se declaran ganadores,
en una elección llevada a cabo en esas condiciones, deja tras de si una estela de desprestigio, con la cual no
solo se perjudican sus oponentes, sino el conjunto de la denominada como la
“clase política”, incluyendo al supuesto ganador. Las consecuencias de un
proceso de esta naturaleza, se perciben con claridad en la ausencia del
respaldo político requerido para el ejercicio del poder. El escándalo político
suma, en forma intensa, a la con frecuencia llamada “ingobernabilidad
democrática”. Es, como dice la expresión popular, “cuchillo para su propio
pescuezo”.
Me parece que en la actualidad juegan un papel muy importante las redes sociales, principalmente Facebook. Además a veces ni siquiera es una estrategia oficial de los partidos, sino son los partidarios los que desarrollan enconadas batallas de desprestigio de los rivales. Ver por ejemplo discusiones en https://www.facebook.com/infiernocr
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