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Durante la última semana la atención está
centrada en el intercambio producido por la aparición de un video titulado
“Nuestro nombre es Costa Rica”. El documento, elaborado por unos estudiantes,
bajo la guía de un profesor, desató tal conmoción en las redes sociales y en
algunos medios de comunicación, provocando situaciones inéditas en una campaña
eleccionaria. Ministros, viceministros, los “intelectuales orgánicos”, otras
autoridades gubernamentales y, desde luego, los operadores de la campaña han
salido a tratar de rebatir con estadísticas y posiciones contrapuestas a lo expuesto
en el atractivo video por aquellos atrevidos jóvenes, desconocedores de la “otra
realidad”.
Sin efectuar un juicio de valor sobre el
video, es indiscutible su mérito por haber logrado provocar una discusión
situada más allá de las frases vacías, las propuestas de dudosa viabilidad y
los trapos rojos con los cuales se trata de atemorizar a los electores. La
producción condujo, a los diversos actores, a discutir lo muchas veces rehuido,
el camino seguido durante las últimas tres décadas por el país y los resultados
producidos por el cambio introducido en el patrón de acumulación a partir de
los años 80. Eso lo tiene a su haber el prodigioso video.
En la pugna generada, entre los
defensores de una sociedad costarricense idealizada o quienes ponen su acento
en las enormes brechas y desafíos enfrentados, resulta muy relevante poner en
la palestra la presencia de fenómenos que no podría ocultar ninguna ideología o
posición política. Entre otras cosas, es indiscutible el gradual estallido de
un descontento ciudadano acumulado, con múltiples expresiones, entre las cuales
sobresale el propio comportamiento electoral. Este no es el invento de algunos
grupos adversarios de la “nueva economía” y quienes niegan los supuestos
grandes avances alcanzados.
Es, asimismo, innegable el deterioro sufrido
por el sistema de seguridad social y la estampida de los grupos de más altos
ingresos hacia los servicios de salud privados. Esto no es la invención de
nadie, ni es producto de la ausencia de reconocimiento de las grandes virtudes
del modelo de desarrollo adoptado hace tres décadas.
¿Quién podría negar el rezago existente
en nuestra infraestructura, sufrida por todos los usuarios, el erróneo uso dado
al instrumento de la concesión y la insuficiente inversión pública en este
campo?¿Cómo esconder los frecuentes escándalos de corrupción denunciados, una y
otra vez, por los medios de comunicación?¿De qué manera calificar el
funcionamiento de nuestro sistema institucional y su incapacidad para atender
las demandas y necesidades más sentidas por la población?¿Cómo desentenderse
del abandono de la producción destinada al mercado nacional y de las familias
vinculadas a la llamada “vieja economía”?¿Es posible negar el crecimiento de
las desigualdades y la imposibilidad de disminuir el porcentaje de personas viviendo
en condición de pobreza y el incremento de su número conforme crece la
población? En el año 2012, el Estado de la Nación señalaba el doloroso hecho de
que 1.140.435 personas viven en
condición de pobreza, la cifra máxima en
la historia del país, de los cuales 336.305 viven en condiciones de pobreza
extrema. No obstante la existencia de estos contundentes datos, entre los
múltiples gráficos dados a conocer en las redes sociales se deja de lado esta
realidad.
Pero, de todas formas, lo más destacado es llegar
al año nuevo con la discusión centrada en estos relevantes fenómenos vividos
por nuestra sociedad. Es de esperar que, en vez de ocultar las grandes brechas
y desafíos enfrentados por el país, el debate se oriente a dar a conocer las
diversas propuestas y senderos por medio de los cuales cada agrupación política
y cada aspirante presidencial espera solucionarlos y devolverle el carácter
incluyente a nuestro desarrollo.




