Un
nuevo proceso eleccionario está en camino, sin que hasta ahora haya logrado
despertar el entusiasmo de la ciudadanía y sin involucrar resueltamente en él a
unos electores cada vez más críticos y, al parecer, más pausados en sus
escogencias.
Al
paulatino deterioro de la imagen de los políticos y a un marcado alejamiento ciudadano
de la política, se suman dos hechos significativos. Por una parte, el
desencanto con un indefinido cambio al que de manera entusiasta dieron su
apoyo, sin que al final del cuatrienio se perciba como tal. Por otra parte, la
puesta en marcha de una trascendental acción legislativa, con un aparente inicial
propósito electoral, que ha terminado extendiéndose en su funcionamiento y enlodando,
sin proponérselo, a quienes menos se pensaba, ahondando la imperante suspicacia
ciudadana, así como la vacilación de frente a la selección de las autoridades
gubernamentales y legislativas.
Los
efectos de las comparecencias celebradas en la comisión instalada en el
congreso, por donde han desfilado integrantes de los tres poderes del Estado,
salpican al sistema político y a factores esenciales de la institucionalidad
del país. Hasta ahora la ciudadanía mira perpleja lo ocurrido y su primera
reacción ha sido la de sumar a la aversión a la política. Esta situación,
extendida más allá de lo esperado, a tres meses de la
votación, encuentra su expresión en una proporción muy significativa de los
electores indecisos y es posible, en un mayor abstencionismo el próximo 4 de
febrero.
Tanto
el desencanto ante la difusa propuesta del cambio no alcanzada, como la
coyuntura originada con el escarbe legislativo, en un medio enrarecido por
fenómenos tales como el debilitamiento profundo de los partidos políticos; el
inacabado surgimiento de liderazgos renovados; la continuada fragmentación
política y la dificultosa búsqueda de acuerdos; la presencia de operadores de
justicia con una actuación que parece moverse entre la búsqueda de la verdad y
el afán mediático y la tentación de ofrecer populares respuestas al generalizado
clamor de escarmiento a los catalogados como perversos; el reforzado
conservadurismo político y la acentuada mezcla de religión y política que aleja
de la anhelada secularización del Estado; son algunos de los fenómenos que podrían
aderezar un medio convulso y ocasionar la preeminencia de un líder no esperado o
no deseado por muchos.
Con
trece aspirantes presidenciales y una probable prolongación del multipartidismo
en el parlamento, la incertidumbre en relación con la trayectoria que habrán de
seguir las adhesiones electorales, causada por el alto porcentaje de posibles
votantes indecisos -en medio de una campaña ausente de propuestas motivadores o
movilizadoras, con un evidente desfase entre las orientaciones de las campañas
y las impresiones, expectativas y apatías reinantes entre la ciudadanía-; no se
deja espacio al crecimiento del de por si menguado entusiasmo democrático, a
pesar de estar en las vísperas del día de la elección.
El
incesante intento de manejo de las redes digitales por parte de los partidos
políticos, la sórdida y agresiva campaña desplegada en varios frentes y la
presencia en las redes sociales de numerosas personas informadas y otras con palmaria
menor información, hondamente contaminada por los influencers o los troles partidarios,
enturbian aún más las posibilidades de obtener los elementos requeridos para
tomar una decisión más razonada, menos sustentada en las turbaciones del
momento.
Aguijoneados
por el nebuloso panorama político situado enfrente de la ciudadanía, los
impulsos por sumarse al bando de los abstencionistas son considerables. No
obstante, aunque la andadura es más trabajosa, es preferible seguir la ruta del
votante informado. Diversos medios tenemos a nuestro alcance para acceder a la
información y para tratar de superar prejuicios, manipulaciones y
desinformación a la hora de tomar una decisión fundada. La secular democracia
costarricense lo merece.